Conozco a una familia, a la que quiero mucho, en la cual los padres ya andan alrededor de los ochenta años de edad.
En el tiempo en que les conocí, hace casi veinticinco años, ellos trabajaban arduamente, con vigor y lucidez; él es un profesional con mucha experiencia y ella una excelente ama de casa que dedicó su vida a criar bien a sus hijos y cuidar de su esposo. Cuando yo les conocí, ellos eran muy prósperos.
Al paso de los años, ya en este tiempo, con las demandas económicas y una que otra situación adversa que les ha tocado vivir, hoy día ellos viven en condiciones naturales no tan buenas.
Estos ancianos han quedado ya solos, pues sus hijos tienen su propia familia en otras ciudades, así es que la casa es demasiado grande para ellos y por ende necesita limpieza, reparaciones y pintura; los muebles necesitan ser cambiados por otros, en fin…
Me acerqué a la señora y le pregunté con cariño ¿No cree que les convendría vender esta casa grande y comprar una nueva, aunque fuera más pequeña? A lo que ella respondió muy segura: “No, mi hijo mayor no quiere, porque dice que si nos mudamos a un lugar pequeño y estrecho, al no tener la vista que hoy tenemos, a lo cual hemos estado acostumbrados, podemos caer en depresión”.
Pensé para mi, sin decir nada: “Entrar en depresión no depende de lo que veas o dejes de ver, la depresión viene por falta de la estabilidad y el gozo que sólo nos puede dar Aquel de Quien proviene la vida y la salud integral, Su nombre es Jesús”.
Mi querido lector, si tu estás de acuerdo conmigo, para ti Hay Una Esperanza; si deseas saber más sobre el asunto, puedes escribirnos a directora@muna.hn
