Mis queridos lectores de esta su columna Hay Una Esperanza, tengo el gusto de saludarles una vez más por este medio, deseando para ustedes siempre lo mejor.
Recientemente tuve la oportunidad de viajar hacia una ciudad del norte; mientras esperaba en la sala del aeropuerto, listos para abordar, pude observar a una mujer joven en compañía de su padre, quienes también esperaban para iniciar su viaje. Pude discernir algo que después confirmé al escuchar la conversación de la joven señora con alguien más; ella recientemente había obtenido su residencia americana, después de vivir muchos años en los Estados Unidos; por lo cual vino a Honduras para llevarse a su padre a vivir con ella.
Casualmente los asientos de ellos quedaron a la par de los nuestros; pude observar a aquel hombre de unos 70 años de edad, quien miraba a través de la ventana como queriendo aferrarse al pasado; permaneció taciturno durante todo el viaje. Meditaba en lo difícil que resulta para alguien de su edad, ser trasplantado a otra cultura, con otro idioma, y a un estilo de vida diferente. Pensaba en que los hijos, muchas veces quieren tener a sus padres cerca, creyendo que es lo mejor para ellos, pero realmente, puede ser el producto de un sentimiento egoísta de querer tenerlos consigo, aunque quizás ellos no estén felices.
Cuando una planta ya ha echado raíces, ha crecido lo suficiente como para tener ramas frondosas y hasta frutos; es una locura desarraigar esa planta para intentar sembrarla en otro lugar; regularmente se pone muy triste, se marchita, hasta que finalmente se seca.
Tengo una tía, a quien quiero mucho; ella enviudó a escasos años de matrimonio, quedando con tres hijitos. Ella se esforzó por darles a sus hijos la mejor educación posible, de tal manera que sus tres hijos estudiaron en Europa, allá se casaron, procrearon hijos y adquirieron casa. Siendo ellos hijos muy agradecidos que aman mucho a su mamá, quisieron tenerla cerca, le edificaron un apartamento y trataban de tenerla con ellos, por lo menos el tiempo en que no había invierno crudo. Ella disfrutaba a sus hijos y nietos, pero siempre extrañaba sentarse en una silla en la acera afuera de su casa en aquel pequeño pueblo de oriente. Hace unos meses, ella sintiéndose ya cansada y queriendo alistarse para despedirse de esta tierra, pidió a sus hijos permitirle volver a su pueblo en Honduras, de tal manera que ahora ellos viajan para estar con ella, donde ella se siente mejor.
Mis queridos lectores, sé que para los hijos, esta es una decisión difícil de tomar, pero no se preocupen siempre Hay Una Esperanza. Yo quiero recomendarles este día, que levanten su corazón a Dios, llénense de Su gran amor y pídanle a Él su dirección para no hacer nada por sentimientos propios, sino decidiendo siempre lo que es mejor para estos hombres maduros, varones y mujeres que hicieron su vida sencilla, en medio de la gente, con sus costumbres pueblerinas. Una decisión desacertada podría precipitar su despedida de esta tierra.
Deseo que el Señor les dirija en todo tiempo.