La semana pasada, mi esposo y yo tuvimos la oportunidad de participar de una misión muy especial en España; resulta que no encontramos cupo en el vuelo directo de San Pedro Sula a Madrid, por lo que tuvimos que optar por otra ruta pasando por París.
Era temprano de la mañana en París, cuando arribamos desde Miami; después de ser trasladados de una Terminal a la otra y luego de caminar mucho dentro del aeropuerto Charles de Gaulle, estábamos listos para abordar el vuelo en un avión más pequeño hacia Madrid. El cambio de hora por supuesto afecta el organismo y estábamos un poco adormitados, ya acomodándonos en nuestro asiento, en medio de muchos desconocidos de diferentes lenguas y razas; cuando de pronto, un hombre de unos cuarenta y cinco años de edad, se dirige a nosotros, saluda a mi esposo por su título profesional y luego a mi por mi nombre propio, mostrando alegría de vernos.
En ese momento sólo me acordé de mi hija menor, quien de estar allí, hubiera dicho: “Qué terrible es tener una madre a quien la conocen en todas partes”. Yo no reconocí al señor que me habló; y lo cierto es que comencé a meditar al respecto y llegué a una sencilla conclusión: No es tan importante ser conocido de los hombres, sino ser conocido por Dios. Recordé cuando Jesús les dijo a los setenta que Él envió, que se alegraran de que sus nombres estuvieran escritos en los cielos. Dios conoce a los que Él tiene escritos en Su memoria o en Su archivo celestial.
Mi querido lector, quiero motivarte este día para pensar y meditar acerca de tu persona ¿Estás escrito en los cielos? ¿Conoce tu nombre el Padre celestial? ¿Le conoces tú a Él? Si tu respuesta es “Si”, pues para ti ya Hay Una Esperanza; si tu respuesta fuera “No”, quiero decirte que para ti también Hay Una Esperanza, pues ahora mismo puedes decirle al Padre: “Yo deseo conocerte y necesito ser conocido por Ti como Tu hijo”.